No tengo idea como será ese cielo de que nos hablan las religiones tradicionales, pero ahora tengo una visión del mío. Dentro de una perspectiva muy personal, a ese mi cielo escapo cuando las cosas se ponen muy difíciles en mi vida diaria. Durante años tuve que ingeniármelas para lograr abrir un boquete en mi racionalidad materialista, para entrar a ese mi recinto más secreto, sin más ayuda que mi propio ingenio.
Al final encontré un nuevo camino, rápido e inmediato, sino para entrar, por lo menos para ver y sentir ese mi reconfortante cielo. Son dos ventanas claras, llenas de espacios insondables y bellos, de llanuras inmensas y mares pacíficos, de bosques de nubes hechas de helado y caramelo; donde las campanas, las flores y el canto de las aves, hacen un coro celestial… únicamente para mì.
Esas dos ventanas no tienen una figura geométrica definida, sino que la luz que entra por ellas, sin herir mis ojos, al llenarme de inmensa ternura y bañarme con una dulzura desconocida, embebido en su inmensa belleza, no me dan tiempo de mirar su forma real.
Me percaté de su existencia cuando apenas eran una rendijita mínima asomando a un mundo nuevo, extraño, menos húmedo y diferente al que conocían. Su pequeñísima luz penetró mi alma con una paz profunda, una especie de reencuentro con lo mejor de mí; me hizo recordar que todavía Dios se acordaba de nosotros, y supe que ya nunca podría escapar a su influjo enternecedor.
Ese mi boquete al cielo son los ojos de los hijos de mis hijos: mis bellos nietos. Por ellos, en ese soliloquio secreto de mi alma, pude devolverme treinta y seis años atrás, cuando los vi en los brazos de la abuelita, haciendo de mamá sin tiempo ni espacio, en ese mundo extraordinario que sólo pueden percibir quienes aman intensamente.
Por esas ranuritas de forma indefinible, oteo al ser humano en su estado natural: desnudo en cuerpo y alma, inocente, bueno, puro, sin mecanismos de defensa; ausente de toda vanidad, hipocresía, alegre y feliz en el mundo maravilloso de las cosas sencillas, que Dios le dio como heredad.
Cuando logro penetrar esos dos espejos, siento que quizás hubiese sido buena idea haberme quedado niño y nunca haberme convertido en adulto. Siento que perdí tanto: el sentimiento de infinita seguridad que da el no conocer que los buenos podemos ser… malos; que si no sabemos hacernos la vida, ésta puede ser horrible; que la ternura, la alegría, la confianza y la atención de los demás hacia nosotros disminuyen en la medida en que crecemos; y que los adultos desean que crezcamos pronto, para luego hacernos responsables de todo lo que no supieron enseñarnos.
Alabado sea Dios que me permitió vivir estos años dorados, en los cuales puedo experimentar mis mejores tiempos, cuando puedo mirar mi cielo y mi vida por esas dos mágicas ventanas en los ojos de mis nietos.
Próxima Entrega: MIS DOS VIDAS.
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