Señor, dame lucidez para tomar acertadas decisiones… es todo lo que pido.»
En lo más recóndito de nuestra interioridad, especialmente en esa parte del cerebro donde nuestra memoria acumula los recuerdos, hacen su hogar nuestros fantasmas, hibernando por largos períodos en un tiempo desconocido, pero como los anfibios, requieren salir a la superficie para tomar… aliento.
La diferencia entre recuerdo y fantasma la determina su trascendencia, ya que, no obstante que se mantienen archivadas en ese infinitesimal banco de datos de nuestras neuronas cerebrales, los efímeros e intrascendentes escapan a esa categoría. Sólo se convierten en fantasmas aquellos que, para bien o para mal, hacen vibrar ese instrumento escondido en el centro del alma, con notas celestiales o sonidos horrendos hasta sacudir nuestro espíritu, dejando huellas físicamente imperceptibles, pero permanentes en nuestro recuerdo.
Los fantasmas son «buenos» y fantasmas «malos» conforme a la naturaleza de los recuerdos. Los de Cinderella o El príncipe Valiente, en algunas personas desde niñas hasta su último día, crean fantasmas «buenos» que, por muy dolorosa o desastrosa que llegare a ser su vida, constituyen escapes que les evitan derrumbarse.
Por el contrario, los crueles recuerdos de un padre desalmado, madre inconsecuente, maestro injusto, amigo infiel, o el primer amor desastroso, crean fantasmas «malos» que en su espaciado salir a tomar aire, afectan la vida de las personas, promoviendo desconfianzas automáticas, rechazos injustificados desmejorando la capacidad de aceptación a la diversidad de las personas de su entorno íntimo.
He vivido siempre con mis fantasmas. Siento que están ahí, sembrados en el fondo de mis recuerdos, prestos a aprovechar la más mínima oportunidad para recordarme que no han muerto, que nunca me abandonarán. Creo que son los únicos que vivirán y morirán… conmigo. Yo los traje a este mundo, les di vida; por razones que desconozco, puede ser que los haya mantenido con tanta fuerza, que ya no pueda disponer de ellos.
En mi dinámica existencia, sembrados como injerto de los siglos XX y XXI, los fantasmas, en sueño muy frágil, hibernan en lo más profundo de mi alma. Conozco de lo que son capaces, por eso desde hace bastante tiempo aprendí a controlarlos.
En mi juventud, mis fantasmas «malos» llegaron a perturbarme de tal manera, que en ocasiones -venturosamente las menos- tomé decisiones, más motivado por su aguijón que por las circunstancias reales del momento. El resultado nefasto me enseñó como tratarlos. Así, de los «malos» aprendí el valor de los «buenos», y supe que fortalecidos e inteligentemente manejados, los segundos se convierten en mis mejores aliados frente a los primeros.
Hoy, cuando en las noches las estrellas con sus guiños de luz y distancia me recuerdan lo bello pero insignificante de mi vida, abrazo mis fantasmas «buenos» y juntos, sonriendo con cierta picardía, aceptamos que «los malos» existen, que cumplen su función y tratamos de no perturbarlos en su largo sueño. Creo que los dos sabemos que los únicos que existen, sólo nosotros decidimos su naturaleza.