«HOGARES FELICES HACEN FAMILIAS FELICES Y ESTAS HACEN PAISES FELICES»
En una conferencia en una Universidad Venezolana para alumnos de la Maestría en Ciencias Gerenciales, con asistencia de Ejecutivos de alto nivel tanto de Gerencia Privada como Pública, uno de ellos me inquiría sobre donde estaba la razón de que no obstante las diferentes y muy variadas disciplinas de pregrado y postgrado que se enseñaban, la familia continuaba deteriorándose aceleradamente, sin que nada en el horizonte indicara que se estaba haciendo algo por solucionar este problema.
Como padre y abuelo tengo la misma preocupación. No obstante, que por la formación que en nuestro hogar dimos a nuestros hijos, éstos han desarrollado hogares donde el amor, la democracia y el respeto imperan, produciendo buenas comunicaciones entre cónyuges, padres e hijos, por lo cual personalmente mi esposa y yo somos menos afectados que la mayoría de otros padres y abuelos, me siento obligado a expresar mi criterio sobre cual pudiera ser la raíz del asunto, y, si se quisiera hacer algo, por donde debería comenzarse.
Frente a un mundo donde todo se hace progresivamente más complejo y el temor es casi endémico, los niños crecen y se forman sin que se les de la suficiente información, sobre cuales deben ser las reales prioridades de su vida, y muy especialmente el lugar que corresponde a la familia como célula esencial de cualquier comunidad y sociedad organizada.
Observo que la agitada vida urbana, en la cual sí que se puede tener tiempo para todo, con sus muchos factores y elementos angustiantes, imbuye al ciudadano en la idea de que el tiempo no le alcanza para nada; produciendo un alto nivel de estrés, que se va haciendo parte de la vida de las personas, inclusive convirtiendo a algunos en adictos a este sentimiento negativo, por lo que en todo momento manifiestan su falta de tiempo, prácticamente para todo.
En tal estado de cosas, el condicionamiento mental es de que no se tiene tiempo para descansar suficientemente, para leer, para estudiar, para meditar, para distraerse y para compartir con la familia; y si todo el tiempo se presume ocupado, la consecuencia del cansancio físico y mental es, precisamente, el estrés que nos desequilibra emocionalmente.
Ese estado angustioso impuesto por una sociedad consumista, atemorizada y falta de fe, crea en la mente de los afectados, la idea aberrada de que no es posible cumplir eficientemente con las obligaciones que corresponden a los roles de cónyuges, padres, profesionales o empleados, al mismo tiempo que se disfruta de entretenimiento, estudio y culturización.
Paradigmas diseñados por una sociedad altamente desarrollista, orientan en la idea de unas prioridades en beneficio del éxito económico y laboral-profesional como generador de ingresos, dejan en segundo plano ese otro pequeño gran mundo constituido por el cónyuge, los hijos y la comunidad inmediata, cual a la hora de la verdad es esencial en la vida de cualquier ser humano civilizado, por que casi siempre, nace y se mantiene antes y después del éxito, o el fracaso de un individuo.
Pues bien, unos padres afectados por el temor sindrómico a la dificultad de la supervivencia física, con su fe en el más bajo nivel y ausencia casi total de fortaleza espiritual, que los convierte en unos cuasi-robots, que funcionan conforme a las instrucciones sublimales que les imparte los medios de comunicación social, a quienes solo les interesa que consuman bienes y servicios, sin importar si fueren necesarios o no, poco pueden hacer que sea positivo para la formación de sus hijos, más allá de cuidar de proveer sus necesidades físicas fundamentales y la educación académica formal.
Pero, es que la escuela es parte del sistema social del establishment, organizado y orientado a preparar recursos humanos para la producción de bienes, servicios y riqueza; por tanto, tampoco tienen ninguna preocupación o interés en que los niños desarrollen su capacidad de amar y disfrutar de una vida hermosa, plena de oportunidades para ser felices, en tanto y en cuanto se entienda, en si misma, como un regalo de Dios de incuantificable valor, que es pasajera y debe disfrutarse en todo momento con intensidad y fruición.
En el fondo, es producto de que los mismos maestros, profesores y orientadores, que fueron formados en la misma idea desarrollista económica, dando prioridad en todo momento a la capacidad de generación de recursos económicos, al ser su mayor interés devengar su subsistencia económica con el cumplimiento de su obligación de enseñar a sobrevivir, si no se preocupan por vivir plena e intensamente la vida ellos mismos, nadie debe esperar que pueden transmitir a sus educandos lo que ellos mismos desconocen o no le dan trascendencia: vivir intensamente esta maravillosa vida que Dios nos dio.
Si los educadores primigenios, que son los padres, y los impartidores de conocimiento formal, que son los maestros y profesores, entendieran la necesidad y conveniencia de educar para la vida, pero para la vida buena, y no para cubrir una formalidad legal o cumplir con un programa académico, seguramente los hombres seríamos más felices y el mundo mucho mejor.
Aceptando la posibilidad de tal cambio en la mentalidad de los padres y educadores, lo más importante a desarrollar en los niños en el hogar, sería su capacidad de amar y aceptar a los seres humanos en su interesante diversidad, en la seguridad de que todos nuestros pensamientos y acciones deben estar orientados al logro del bien común, porque de alguna manera, todos conformamos la gran familia humana y no tenemos capacidad ni vocación para desarrollarnos material y espiritualmente en solitario.
Bajo tal premisa, para los maestros y profesores, desde nuestro primer día de escuela hasta la finalización del último nivel de educación superior, más importante que enseñarnos letras, números y fórmulas, sería el adentrarnos en el conocimiento del privilegio de vivir, de nuestra extraordinaria capacidad para convertir los pensamientos en cosas, de diseñar nuestro propio destino para disfrutar de la mejor manera, los muchos dones que Dios puso sobre esta tierra para nosotros; del amor de nuestros semejantes, especialmente de aquellos que conforman nuestro entorno íntimo, como los padres, los cónyuges, los hermanos y los demás ascendientes y colaterales, quienes en su camino de la vida, saldrán de nuestro entorno para hacer su propia vida o para dejarla, en bastante menor tiempo de lo que normalmente nos imaginamos.
Nos enseñarían la importancia de nuestra inmediatez con Dios, que en todo momento nos da poder, amor y fortaleza. Nos enseñarían que no hay razón para el temor, porque estamos dotados de todos los elementos necesarios para vencer y superar cualquier situación que pueda presentársenos y en toda instancia y circunstancia contamos con Él. Nos enseñarían a vivir intensamente cada segundo de nuestra vida, porque no existe ninguna posibilidad de volver a repetirlo, y si lo perdemos, jamás podremos recuperarlo.
Por sus enseñanzas aprenderíamos a no preocuparnos ni por ayer ni por mañana; porque sobre lo que ayer sucedió no podemos hacer nada; y por mañana, que es incierto e imprevisible, en vez de preocuparnos debemos ocuparnos en lo único que podemos hacer en su beneficio: hacer las cosas bien… hoy.
Aprenderíamos que todos somos uno con Dios, y por tanto, cuando hacemos el bien o actuamos indebidamente con nuestros semejantes, de acuerdo a cual sea nuestra actuación, su efecto será a favor o en contra de nosotros mismos y nuestro entorno más querido.
Aprenderíamos a agradecer todos los días el privilegio de vivir, cuando tantos hermanos nuestros ya no pueden hacerlo; a disfrutar de las mañanas, del calor del sol, de los atardeceres, del bullicio del día, y del mágico ruido del silencio de las noches; del canto de los pájaros, del ruido del agua en las fuentes, la risa de los niños y de la palabra… amor.
Y lo más hermoso y trascendente sería que nos convenceríamos de que nuestra vida, al mismo tiempo que puede ser tan plena de felicidad es tan elemental, que para sentirnos realizados material y espiritualmente, no requerimos de grandes cosas, ni acumular riquezas, ni obtener poder, ni fama, ni reconocimientos, porque cuando somos capaces de posesionarnos integralmente de nuestro vínculo real con Dios, todo es sencillo, práctico y… posible.
Es ese estado de tranquilidad espiritual, la única posibilidad de convivir felices en pareja, formar debidamente nuestros hijos, hacer hogares buenos para la vida, constituyendo familias sólidas, permanentes y felices; para que en las escuelas, los maestros al enseñar el conocimiento formal, lo hagan complementario a esa formación primigenia que los hijos recibieron en el hogar, que no puede ser desvirtuada; en una educación donde lo prioritario, lo más importante no sea el generar y acumular riqueza, sino el compartir con amor los muchos beneficios que podemos producirnos como miembros afectuosos de esta gran familia humana, donde todos cabemos holgadamente, en un mundo con recursos suficientes para que, al utilizarlos equitativamente, todos dispongamos de lo que nos haga falta.
Claro que podemos hacer buenos hogares y es urgente que nos convenzamos de ello, porque si formamos y educamos bien a nuestros hijos, construimos familias sólidas y permanentes, ellas conformarán comunidades sanas y buenas para la vida, y éstas a su vez darán a nuestro mundo la paz, la tranquilidad y la felicidad que tanto necesita.