Una bala que viaja a 340 metros por segundo, otra, otra y otra hasta que la caserina se vacía. Todas viajan con la muerte a sus espaldas. Un impacto y todo termina… sin razón, sin sentido, sin objetivo lógico. Pero en el centro de lo más sensible, el alma explota en… mil pedazos. La onda expansiva del choque con el cuerpo de la víctima es más pequeño, infinitesimalmente más pequeño que el impacto que produce en el alma.
Es el triunfo del mal sobre el bien; es la sangre de Abel, que nuevamente es derramada por su propio hermano. Son los hijos de Dios, nacidos a la vida sin otra deuda que su propia existencia, que mueren bajo el fuego de otro… hijo de Dios.
No murieron treinta y tres. No, murieron miles, millones de… sentimientos, de sueños, de esperanzas. De alguna manera, morimos todos… un poco. Porque cuando un hijo de Dios, sin ninguna razón aparente acaba con la vida de uno de sus hermanos, de alguna forma muere algo de nosotros dentro, muy dentro de nosotros mismos, porque todos somos todos… uno.
Habitamos un planeta que nos fue dado para compartir como hermanos todas esas bendiciones que existen en el, para experimentarlas, para vivir…felices. La sangre de esos hermanos inocentes es la misma de Virginia Tech, de Columbine, son los mismos ojos desorbitados por la sorpresa de no entender porque se muere, de los niños del Brasil, de los Ghettos del Tercer Reich, de los niños de Vietnam, de Burundy, de Sierra Leona, de Colombia.
Esa sangre nos salpica a todos. Los sentimos en el alma y… en el espíritu; en el ombligo de nuestra propia naturaleza humana. Es ese frío pegajoso, lento que se infiltra en nuestra columna vertebral, que arde en nuestras entrañas… de incomprensión. No puede ser normal que un inocente muera, sin conocer siquiera… porqué está muriendo. Es el terror que coagula la sangre en nuestras venas y deja una herida maldita que nunca cura. Después de esto nunca seremos los mismos.
Los cuerpos tirados sobre el pavimento… inertes y ensangrentados y sus madres que ya no saben si vale la pena seguir viviendo. En otro charco de sangre, un infeliz también hijo de Dios que agoniza… perdido: extraviado en el laberinto de su propia insania. Preso en las rejas de sus propios sentimientos de odio, sus frustraciones, complejos, inhibiciones; de sus arrebatos, de sus urgencias nunca satisfechas, de sus sueños… jamás cumplidos. Todas esas sensaciones convertidas en su peor enemigo… que no le dio tregua. Que convivió con él todos sus años. Que le torturó siempre con hambre de dolor, con vocación de destrucción, con sed de muerte… hasta acabarlo a él mismo, definitivamente. Pudiera ser que aun siendo victimario, ese infeliz hermano nuestro hubiere sufrido más tiempo y de peor forma que todas sus víctimas… juntas. Nunca podremos saberlo.
Entonces, cabe preguntarse: ¿Por quien doblan las campanas de Northern Illinois University? ¿Por las víctimas? ¿Por Abel?, o… ¿También doblan por el depredador… por Caín? O ¿Por su madre que nada tuvo que ver con esto y para quien siempre fue su bebé?
Pero… ¿Quizás doblan también por nosotros, por todos nosotros que dejamos una parte de nuestra vida en este horrible episodio? ¿Qué sucede cuando sistemáticamente se violan las reglas más elementales de nuestra vida? Simplemente, el caos.
No fuimos diseñados para el mal, para el dolor, para la desgracia. Somos hijos de Dios. Nos parecemos a Él. Nuestro corazón es sensible, nuestra alma noble. Nuestro espíritu…grande. Nuestro cuerpo por el contrario, es vulnerable a la tentación. Nuestra mente es frágil… demasiado frágil.
A mil millonésimas de segundo de distancia en el tiempo, la razón de la sin razón no tiene capacidad ilimitada para resistir una vida que es muy… compleja. Necesita ser alimentada y soportada por la confianza. La fe en algo más allá que aquello que percibimos todos los días con nuestro cinco sentidos: Dios, omnipotente y omnipresente que conecta nuestro espíritu.
Si la fe falla, nuestra vulnerabilidad se acrecienta, se hace… ilimitada. Nuestros millones de células cerebrales, haciendo cientos de miles de sinapsis no pueden solas digerir semejante volumen de información. Es muy diversa…variada: el bien, el mal, el amor, el sexo, el odio, la caridad, la envidia, el ego, la autoestima, el orgullo, la vergüenza, la ilusión, los recuerdos, la frustración, el temor, el pasado, el futuro, la muerte, el fracaso, el éxito, la esperanza y… la competencia por todo.
La mente no puede más, estalla como una bomba en mil pedazos y sucede la antinatura, lo indeseable, lo más terrible, lo inaceptable: el hombre mata al hombre.
Los quejidos de Dios son rugidos horribles que quedan en el mundo del espíritu: No podemos oírlos. Ni ver sus lágrimas que se pierden, se evaporan y se convierten en nubes… en el alma. No podemos mirarlas pero las sentimos.
Pero el hombre recoge su dolor. Sigue su camino. No puede parar. Sería suicidarse y eso… no se debe hacer. Debe continuar, tiene que hacerlo. Necesita olvidar. Tiene que sanar sus heridas. Secar sus lágrimas y seguir… siempre seguir. No hay otra opción. Hay un mundo que vivir y corresponde hacerlo de la mejor manera posible; al menos, es lo que Dios espera de nosotros.
Aun quedan unos hermanos que ayudar… que cuidar. Pero sobre todo, hay que amar… amar mucho a nuestros semejantes, porque cuando no amamos no entendemos suficientemente lo importante de aceptar a nuestros hermanos en su diversidad, con su cultura, con su mentalidad, con su forma individual de ver la vida y las cosas.
Ese déficit actual, casi global, de comprensión, de aceptación, de respeto por la sagrada individualidad, de respeto por la persona humana de todos los Hijos de Dios, pudiera ser el factor más importante que jugó a favor de esa horrible matanza.
Por eso, para que nunca más se repita, estamos obligados a promover la solidaridad humana; sin condicionamientos, sin contrapartida, sin esperar ninguna recompensa; porque la mayor, la más importante, la trascendente, es precisamente el que nuestros niños vayan y vuelvan a la escuela en paz; que nuestros ancianos vayan y vuelvan del parque munidos de sus bastones, no para agredir o evitar ser agredidos, sino para soportar el peso de su cuerpo cansado por tantas primaveras; que nuestros cónyuges asistan y permanezca seguros en su trabajo y regresen sanos y salvos a los hogares. Y eso, sólo podremos lograrlo de forma integral si nos amamos los unos a los otros como Dios nos ama, sintiéndonos todos uno, y eso venturosamente, no es tan… difícil.
Próxima Entrega: EL ABUELO