Para los hijos hasta determinada edad sus padres son lo máximo: su padre un héroe y su madre una santa. Pero a medida que van creciendo la situación cambia radicalmente.
La independencia y los nuevos conocimientos adquiridos les permiten hacerse una imagen más libre y real de lo que fueron como seres humanos, advirtiendo de manera no sesgada sus virtudes, defectos y limitaciones; especialmente su actuación con ellos en la época de la niñez y adolescencia. Ese es el momento de la verdad, y en algunos casos los hijos advierten con dolor, las gigantescas limitaciones y carencias en su personalidad; dejando profunda huella, aquellas que tienen que ver con el respeto y la afectividad que pudieron haberles negado.
Porque para los niños como su mundo es tan pequeño es muy importante el amor, y ellos no conocen otro cual no sea el de sus padres. Sin ese amor, es muy poco lo que tienen. En ese su mundo, un beso de la madre y, especialmente para los varones, del padre es algo muy reconfortante. Tanto que puede marcarlos positiva o negativamente por toda su vida.
Como padre, me niego a aceptar como automático el respeto reverencial que algunos padres reclaman como obligatorio de sus hijos, únicamente por el nexo biológico. Sin que tal apreciación signifique que no considere que el amor y el respeto de los hijos a los padres, debe estar por encima de cualquier consideración subalterna. Por el contrario, no tengo duda que los hijos que honran a sus padres, definitivamente son benditos por Dios.
Pero es que la forma como se conciben los hijos es haciendo el amor con la persona amada, y este es el más exquisito de todos los placeres que en nada puede parecerse a un sacrificio. Durante el embarazo la mujer es mimada por su pareja y su entorno familiar, viviendo una época de afecto y reconocimiento, que tampoco tiene porqué hacerla infeliz. Pero mantener creciendo en su vientre durante nueve meses una cosita tierna que es el producto de su amor, lo natural es que le produzca una gran ternura y regocijo.
Finalmente, traerlo al mundo con los adelantos médicos y farmacológicos actuales, no sólo ya dejó de ser un acto de extremo dolor, sino que yo que he presenciado algunos partos de mis hijas, que las vi radiantes de alegría al nacer el niño, puedo asegurar que para la madre el momento del nacimiento, más que doloroso, es extraordinario, sublime… e incomparable. Después de nacido, cuidar a un bebito lindo de lo más gracioso, no es algo que podamos denominar como un acto sacrificado, heroico o doloroso.
Pero, llevarlo al médico y suministrarle alimentos, no pareciera nada del otro mundo. El educarlo, siendo que en la mayoría de los países la educación fundamental es gratuita, pareciera el mínimo esfuerzo que unos padres deben hacer por sus hijos.Se me ocurre que si tratamos el tema con sinceridad, tendremos que aceptar que no existe ninguna deuda extraordinaria ni vitalicia de los hijos para con sus padres, por el único hecho de que éstos hayan hecho lo normal para preservar y desarrollar a quienes ellos voluntariamente trajeron al mundo, pero sin su consentimiento.
Otra cosa es el agradecimiento de los hijos por la especial actitud hacia ellos cuando más la necesitaron; como serían el amor, la comprensión, la consecuencia, la caridad, la solidaridad y el respeto por su carácter particular y su libre albedrío; aspectos estos que no son un obsequio o liberalidad de los padres hacia sus hijos, sino que son la herencia de Dios a cada ser humano que viene a poblar esta madre tierra.
Al menos por mi parte como padre, mis hijos no tienen tal deuda conmigo. Todo lo que hice y sigo haciendo por ellos, lo es por amor y eso me hace muy feliz. Pero lo fundamental es que lo que yo hice por ellos fue lo mismo que hicieron mis padres por mí. Por eso considero que ningún hijo debe pensar que tiene una deuda especial con sus padres por haberlo traído al mundo, criado y educado, porque eso mismo fue lo que hicieron sus padres por ellos. Simplemente, los padres cobramos por adelantado de nuestros propios padres, lo que a nuestra vez hacemos por nuestros hijos.
Como consecuencia, nada deben los hijos a sus padres por estos conceptos. Pienso que eso quiso significar Carlos Augusto León en su bello poema “Elegía en la Muerte de mi Padre”, cuando escribió: “Con un hijo te pago la vida que te debo, porque creo ciertamente que no hay otra manera…”.
El respeto reverencial debería ser la resultante del orgullo y admiración de los hijos por el buen comportamiento de sus padres, como reconocimiento espontáneo por la moral, hidalguía, lealtad, integridad, honestidad y responsabilidad que advirtieran en los progenitores en sus actuaciones cotidianas, desde las más banales hasta las más trascendentes.
Ese respeto reverencial que vemos de algunos hijos para con sus padres, responde a una dedicación más allá del aspecto netamente natural de supervivencia física y su formación. Es la consecuencia del amor y el respeto por el hijo, demostrado en hechos desde que éste es concebido hasta que deja el hogar sin que nunca llegue a agotarse.
Pienso que los padres merecedores de tal respeto no tienen necesidad de reclamarlo porque sus hijos se lo otorgan voluntaria y cariñosamente, cuando sin ninguna presión solicitan su consejo, asesoramiento y orientación.
Quizás nos convendría como padres aceptar que somos nosotros quienes debemos entender a los hijos y no ellos a nosotros, porque somos los padres quienes más hemos vivido y acumulado mayores experiencias de la vida, y por tanto estamos obligados a aceptar su desconocimiento, y orientarlos en el buen camino, de la misma manera como nuestros padres hicieron con nosotros.
Próxima Entrega: FICCION DE SOLEDAD