«Escuchar a un desventurado con amor y respeto, es el mayor acto de Caridad.»

La caridad es virtud innata en el hombre, porque corresponde a su esencia divina. No obstante, a medida que crece, la sociedad, inmersa en el temor y desconfianza, le crea mecanismos de defensa, que limitan su actuación generosa y disminuyen su capacidad para dar lo mejor de sí mismo.
Frente a ese panorama negativo, el individuo se siente inseguro y actúa en protección de sus intereses exclusivos, obviando el entorno grupal con lo cual se abstraerse de su obligación social, desperdiciando el disfrute del calor humano y los múltiples beneficios que aportar la relación interpersonal desprejuiciada con quienes conforman su propia especie, dentro de los cuales, quizás el mayor, sería vencer la soledad.
Como una constante en nuestra vida, en los peores momentos aparece una circunstancias, que hace menos dura la existencia en sí misma es compleja, pero que indefectiblemente debemos experimentar. Se trata de ese sentimiento que nos eleva por encima de nuestra propia originalidad, anteponiendo la parte espiritual a toda materialidad: LA CARIDAD
Ese sentimiento maravilloso, surge espontáneo y saca a flote lo mejor de nuestra personalidad, para ofrendarlo a nuestro hermano cuando requiere ayuda. Es ese pedacito de Dios que convive con nosotros y que, aunque físicamente no podemos detectarlo, es tan fuerte que disminuye a su más bajo nivel, esos mecanismos de defensa que por progresivo temor, fuimos desarrollando frente a nuestros hermanos humanos.
La caridad es una sola, pero tiene manifestaciones variadas que, aunque todas son elevadas, la más útil, hermosa y edificante, es aquella que se materializa con la ayuda a quienes se encuentran solos y necesitados de tranquilidad espiritual, porque la frustración, desesperación, perturbación o desorientación.
Escuchar con paciencia, respeto, comprensión y solidaridad a quien lo necesita, es acto más humano y provechoso que regalar comida, dinero o cualquier bien físico, porque para donar cosas materiales no se requieren capacidades especiales, pero para entender, especialmente los desventurados, se requiere espíritu elevado, nobleza de alma y corazón abierto.
Cuando se auxilia al necesitado con bienes económicos, su alcance y duración son limitados. En cambio, cuando se ofrenda el depurado sentimiento del amor al hermano desvalido, que conlleva comprensión, solidaridad y respeto, además de la intención y el acto, requiere la confianza del receptor en la buena intención e idoneidad de quien lo prodiga; y eso, realmente, es una condición difícil y especial.
Graves decisiones, situaciones indeseables y suicidios, habrían podido evitarse si esas desventuradas víctimas de la perturbación, falta de fe, incomprensión social, y en ocasiones por causa de su propio infierno interno, hubieran encontrado a tiempo alguien a quien confiar su problema, o simplemente en quien descargar esa frustración que obnubila y pesa tanto en el alma de las personas.
La palabra amiga y el corazón abierto para quienes sufren una desventura, son como gotas de rocío que refrescan el alma y restituyen la confianza en que, en cuanto tengamos confianza en Dios, todo problema o situación, sin ninguna excepción, siempre tendrá una solución posible.
Somos físicamente tan vulnerables, que nada, en ningún momento, puede asegurar nuestra existencia física. No se requiere una locomotora que atropelle, o un edificio que se derrumbe, para perder la vida; suficiente es un microgramo de colesterol adicional en una arteria, una bacteria sólo detectable por un microscopio o un tropezón con una acera para abandonar este bello mundo.
¿Qué es la conciencia?
Anoche, mirando un programa sobre la recuperación de un alcohólico, el gran sufrimientos de su esposa, hijos, hermanos y amigos, que le observaban impotentes morir en vida sin poder hacer nada, reflexioné sobre todo lo que Dios nos ha preservado, pero también de lo mucho que nos ha dado, que hoy más que nunca me siento obligado a dar gracias… infinitas gracias.