Cuando se hace pareja se le juega todo a un proyecto cuya plenitud y permanencia dependerá de dos personas y no de una, lo que conlleva un riesgo permanente muy difìcil de controlar por uno solo de ellos.
Cuando finaliza, difícilmente los dos coincidan en acabar la relación. El que ama desea mantenerla, pero el que ya no ama, la deplora y abandona el barco. Si el abandonado se pregunta el porqué del suceso, se perderá en especulaciones que atormenarán su alma y pudieren generarle sentimientos de culpa que le harán la vida miserable.
Pero si se pregunta ¿Para qué sucedió? Encontrará un abanico de respuestas, que conforme a su interés y en virtud de la esperanza, le aportará la tranquilidad espiritual representada en una nueva oportunidad para una vida mejor, con renovadas emociones.
Siempre hay muchas personas buscando amor y deseos de compartir, de comprensión, solidaridad y lealtad. Una o varias de ellas están muy cerca y vienen en dirección contraria, en busca de lo mismo que nosotros y su condición indispensable podemos cubrirla fácilmente: amar con intensidad y vocación de perrmanencia.
Si la persona amada se fue, no estamos solos, porque contamos con Dios que es uno con nosotros. De Él heredamos su poder y la condición especial de amar, dos factores fundamentales para ser y hacer feliz a cualquier otra persona.
Como seres humanos tenemos armas especiales que nos liberan de un futuro permanentemente doloroso: la capacidad de olvidar y el convencimiento de que todo pasará. Ellas constituyen la promesa de que en un recodo, o al final del nuevo camino a recorrer, descubriremos que ese descalabro, que en su oportunidad creímos horrible, sólo fue un paso necesario que posibilitó encontrar la felicidad permanente.
Esa visión positiva de lo sucedido que representa el para qué, eliminará de nuestra alma la errada visión de que al producir el abandono, nuestra pareja hubiese cometido algún pecado o actuado ex profeso para agraviarnos, mereciendo nuestro odio o el deseo de revancha. Porque ciertamente, nadie está obligado a amarnos por siempre. Por el contrario, quienes recibimos amor, aunque fuere por poco tiempo, podemos considerarnos privilegiados.
El libre albedrío y la libertad son caminos que corren paralelos, pero no integran el mismo sendero. Ambos son parte integral de nuestra vida y nadie, independiente de la índole de la relación, puede disminuirlos ni monopolizarlos.
El amor por otra persona y el que recibimos, representan el ejercicio máximo de esas dos características, que son típicas de los seres humanos. El amor, entendido como el sublime sentimiento de dar, nace de la libertad y otorga libertad para amar; lo contrario no podría llamarse amor sino una aberración.
Si alguien nos amó, aunque fuere por muy corto tiempo, nos dió lo mejor de sí, física y espiritualmente y eso lo único que amerita es agradecimiento, por el privilegio de disfrutarlo. De ninguna manera por habernos amado, podría perderse la libertad de hacerlo a voluntad. Ese es un pacto no escrito, pero obvio, que todo consorte suscribe en lo más recóndito del alma: le certifica ser merecedor de un amor espontáneo.
El amor no es una mercancía que pueda comprarse o recibirse por siempre. Lo que se otorga es la promesa de amar, pero existen implícitas las condiciones de voluntariedad, satisfacción y reciprocidad. Los dos saben que si alguna de estas condiciones fallare, la libertad de romper el vínculo es un principio no negociable, bajo ninguna circunstancia.
Cuando la relación termina por desamor, en esencia, deja de ser relevante el motivo. El orden jerárquico existencial privilegia la voluntad. Se trata del derecho a continuar o no con el vínculo y no puede por tanto sentirse agraviado quien ya no es amado, porque ese fue un riesgo calculado al hacer pareja.
Las partes merecen un respeto mínimo y mantener una relación sexual no deseada es lo más parecido a una violación, no sólo del cuerpo sino también del alma.
Quizás, la actitud inteligente del abandonado sería ponerse en el lugar del otro y preguntarse:
¿Cuál sería la posición si fuese en mí quien decayera el sentimiento amoroso?
¿Sería honesto conmigo mismo y con mi pareja continuar con una relación no deseada?
¿Sería justo que la otra parte no me reconociera el derecho a rehacer mi vida, logrando mi realización material y espiritual al lado de otra persona?
¿Sería justo que por haber amado se me obligue a vivir por siempre en una relación agotada, insatisfecha, sin emoción, pasión ni magia y desagradable?
¿Será ese el pago que merece el amor?
Si solo dispongo de una vida que es limitada en el tiempo ¿Debo sacrificarla al lado de quien ya no me motiva, únicamente por su conveniencia?
La reflexión sincera sobre estas preguntas pudiera despejar unas cuantas interrogantes, a quienes hubiesen sufrido el colapso de su relaciòn amorosa.
Próxima Entrega: AMAR NO ES TIEMPO PERDIDO
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