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Archive for the ‘EL NIÑO INTERNO’ Category

Castillos-navidad

En el azul del cielo, en la quietud de la noche y en el alma, el familiar sonido de las campanas nos anuncian que… HA LLEGADO LA NAVIDAD;  y como por arte de magia todo se hace diferente: la gritería de los niños, las carcajadas de los adultos, el canturreo de los ancianos, las luces en los parques y los ruidosos fuegos artificiales se hacen una sola voz  de alegría, que nos hace olvidar los problemas y sinsabores, que hubiésemos podido vivir en estos doce meses. Es la magia de la navidad, que de alguna manera permite salir  el niño que por once meses hemos tenido preso y sólo dejamos salir en especiales oportunidades,  como cuando celebramos el nacimiento del niño Jesús.

Amo la navidad porque permite  en mi cuerpo adulto, sentir la emoción y alegría de los niños frente a San Nicolás, los Nacimientos, los Árboles de Navidad y  los Regalos. Amo esos Villancicos porque más allá de su dulzura, me recuerdan las parrandas, las misas de aguinaldo y las arepitas dulces en el pueblito donde viví en mi  niñez; cuando la gente era religiosa, amable y amorosa, especialmente con los más pequeños, que en aquella época éramos muchos ya que las familias también eran muy grandes.

Amo la navidad porque me recuerda mis viejos y su dulce de lechosa;  a mi única hermanita y mis dos primeros hermanos jugando a las escondidas en… quien sabe dónde, hoy ya todos de vuelta hace años a su morada original, donde sé que sienten la calidez de mi alma en este tiempo maravilloso, y me guiñan un ojo tiernamente en el reflejo de alguna estrella, o desde detrás de la oreja… de la luna.

Amo la navidad porque me recuerda que tengo una casa muy grande: el mundo; otra menos grande pero muy amada: Venezuela; y otra más pequeña pero muy llena de mí: mi hogar donde juntos, luego de que se fueron los hijos a formar sus hogares, pero permanecen en el espíritu, mi amada Nancy y yo nos hacemos un solo cuerpo, un solo espíritu,  una sola sonrisa y una sola… huella.

Amo la navidad porque es una nueva oportunidad para decirle a Dios: Gracias por haberme permitido en una sola vida haber vivido varios mundos; por permitirme aprender a amar, agradecer, olvidar y… perdonar; porque que de esa forma siento que puedo parecerme un poquito a Él.

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                   SIENTO MI PRESENTE COMO UNA BENDICION


Quienes aseguran que todo tiempo pasado fue mejor, quizás se aferran a imágenes mentales de su ayer, que constituyen en  refugio para escapar a una realidad, que por cualquier circunstancia les produce temor a enfrentar con entusiasmo su vida diaria.

Pienso que todo tiempo es bueno para disfrutar las muchas bendiciones que existen sobre esta tierra para nuestro beneficio. Si bien es cierto que algunos de nuestros recuerdos son hermosos y gratos, no menos cierto es que  será muy difícil evaluarlos en su justa medida, fuera de su contexto de tiempo y espacio.

En principio, en nuestra existencia, la forma de ver la vida y las cosas evolucionan y se comportan conforme se suceden los acontecimientos. Así, algunos valores y códigos de comportamiento sufren modificaciones, producto de nuestro desarrollo físico e intelectual; como consecuencia, situaciones que ayer nos parecieron interesantes, hoy pudiéramos considerarlas irrelevantes.

Respecto de los gustos, por ejemplo, es común que aquello que nos pareció espectacular y bello en nuestra niñez o adolescencia, cuando somos adultos cambie radicalmente; y es que, en esa época ya superada, por nuestra natural curiosidad todo era nuevo y emocionante, pero con el devenir de los años, el enfrentar diariamente una vida que es absolutamente práctica, pone las cosas en su debido lugar.

Decir que todo tiempo pasado fue mejor, sería como aceptar que con el correr del tiempo,  se pierde nuestra capacidad de disfrutar de las cosas bellas y buenas del presente, especialmente el amor de y a nuestros semejantes, y eso sería tan terrible como aceptar que estamos muriendo… lentamente.

No digo que unos días no sean diferentes a los otros, porque eso es más bien, deseable. Pero aferrarse a la nostalgia común en mucha gente, derivada de situaciones que ya nunca volverán, es un sentimiento que al distorsionar la realidad, sacrifica las cosas buenas de la vida diaria, por un recuerdo que nuestra mente, erróneamente evoluciona incorporándole elementos sublimales que nunca llegaron a existir.

Sin considerarme obsesivo, soy un fanático del presente, por el cual… doy gracias; lo vivo intensamente, lo siento en cada una de mis células y si de algo me sirve el tiempo pasado, es para fortalecerlo con los buenos recuerdos, cuales por cierto son los únicos que en mi permanecen.

Por eso… ¿Mi mejor tiempo? Este eterno presente, cuando aún puedo pronunciar esa maravillosa expresión que dice más que mil palabras: te amo.

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Si volviera a vivir creo que sería maestro, pero no para enseñar matemáticas, lenguaje, geografía o cualquiera de esas materias diseñadas por nuestra sociedad para enseñarnos  a… sobrevivir. Y no es que esté en desacuerdo con la enseñanza formal, sino que se descuida o subestima enseñar a los niños algunas cosas y circunstancias que, pareciendo obvias, pudieran definir su felicidad.

Necesitamos enseñarles a soñar, a disfrutar cada segundo de tantas bendiciones que Dios puso para nosotros sobre esta tierra; lo elemental que es nuestra vida y lo fácil que es sobrevivir físicamente; la importancia de amar y compartir todo lo bueno que podemos dar; que al despertar el poder ver el sol, sentir la brisa de la mañana y pronunciar la palabra madre, son bendiciones que debemos disfrutar con fruición para iniciar un nuevo día, y por ello deben dar gracias.

Enseñarles que lo trascendente como nuestras funciones internas vitales, espiritualidad, estado de ánimo y libre albedrío, nos es dado como una parte de nosotros mismos; que lo material para mantenernos vivos siempre estará a nuestro alcance y para lograrlo solo requerimos diligencia  y confianza en nuestras actuaciones.

Instruirles sobre situaciones y circunstancias que por obvias dejamos de advertirles, pero que su conocimiento y convencimiento pudieran hacer más venturoso su destino, como  el hecho de que más importante que la cama, es tener sueño;  que  mejor que acumular  riquezas es cultivar buenos recuerdos y la conciencia tranquila; que lo importante no es como nos ven sino como nos sentimos; que es más importante ser cauteloso que valiente; que la mejor forma de lograr la abundancia es dando en igual medida; que la sabiduría es más importante que el conocimiento y la salud depende en gran manera de nuestro estado de ánimo.

Convencerles de  que un consejo es bueno, pero el ejemplo es mejor;  que la caridad nos engrandece, pero la comprensión nos hace parte del que sufre; que no hay mejor ayuda que oír con respeto al desventurado y responderle con generosidad; que la verdad nos hace libres y la mentira esclavos; que el  orgullo es un enemigo, pero la humildad su redención; que la envidia es el peor castigo, para quien la profesa; que el mejor poder es el que ejercemos sobre nosotros mismos; que el perdón y la oración sanan  el alma, tranquilizan el  espíritu y nos hacen parecernos a Dios.

Sólo eso quisiera hacer… si volviera a vivir.

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Educa a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío”, enseñaba el filosofo chino Confucio, quien en mucho basó su pensamiento sobre la idea de cultivar la virtud personal y tender sin cesar a la perfección.

Desventuradamente -en la mayoría de los casos- los padres no atendemos a esta sabia admonición y por beneficiar a nuestros hijos, evitándole los sinsabores que nosotros enfrentamos en nuestro desarrollo, terminamos por hacerles la vida tan cómoda que castramos sus iniciativas y los hacemos vulnerables frente a los retos que les deparará su propia vida futura, donde difícilmente estaremos para ayudarlos.

Así como no es fácil observar impertérritos luchar a nuestros hijos, con inconvenientes que no serían tales con nuestra intervención, dentro de nuestras obligaciones como conductores y formadores de su carácter, requerimos apretar el alma mientras los vemos sudando y luchando para lograr vencer inconvenientes y lograr sus propias metas, manteniéndonos al margen como posible refugio pero no como actores principales.

Siguiendo esa enseñanza de Confucio, que finalmente logré aplicar, me costó mucho aceptar que mis niñas –al menos por algunos años- concurrieran a escuelas públicas, porque era allí donde aprenderían a dialogar con las personas que enfrentarían en su futuro como adultos, social y profesionalmente. Tampoco fue fácil aceptar que muy jóvenes realizaran actividades adicionales a sus estudios, que les enseñaran el valor del trabajo, el privilegio de tener una ocupación remunerativa y el agrado de suministrarse –al menos parcialmente- parte de sus propias necesidades.

Muchas personas fracasadas, en gran parte lo deben a esos padres que, imbuidos de un amor exagerado e irreflexivo, para evitar esfuerzos, posibles sufrimientos, sinsabores e inconvenientes a sus hijos, sin considerar que un día faltarán y ya no podrán ayudarles, al resolverle todos sus problemas, los criaron inútiles, exageradamente dependientes y casi impedidos de tomar sus propias decisiones.

Un poco de sufrimiento, tropiezos, fracasos y privaciones, pueden convertirse en las mejores lecciones de vida para los jóvenes frente a una cotidianidad, donde el éxito dependerá de la capacidad propia desarrollada, la fe en si mismos y la aptitud para vencer los obstáculos que se presenten, condiciones imposibles de lograr cuando los padres, cegados por un amor excesivo, se empeñan en hacerles la vida menos difícil de lo necesario para formar un carácter recio, optimista, valiente y emprendedor, cuales son las armas mas efectivas para vencer el peor enemigo: el temor.

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Amor, comprensión y aceptación son fundamentales durante la etapa del crecimiento, pero desventuradamente, en la vida diaria los niños y jóvenes son enfrentados por el no.

No te sientes así, no grites, no digas eso, no hables tan alto, no brinques, no te toques eso, no comas de esa manera, no molestes, dije que no, no y no; sin que nadie explique suficientemente a los pupilos por qué todo tiene que ser no. Simplemente, se les impone el no y ellos no saben como reclamar una respuesta razonada.

Ese incomprensible mundo del no les genera temor, inseguridad y desconfianza en… casi todo. Su efecto inmediato de desconcierto baja su autoestima, golpeando su curiosidad natural, que es fuente de su aprendizaje. En tal estado emocional cabe preguntarse: ¿Cómo queda la necesaria motivación para estudiar y ser mejores, en un mundo donde todo es negativo? ¿Qué incentivo para aprender puede generar un padre o maestro severo, estricto y gruñón, a quien más que la felicidad importa el cumplimiento normativo del hijo o pupilo? Se requiere reflexión sobre el asunto. Los adultos con funciones rectoras y didácticas, deberían reflexionar seriamente al respecto, considerando que ellos están obligados a entender a los niños y jóvenes, pero no lo contrario. A quien tiene mayor experiencia y conocimiento de la vida corresponde orientar, más que imponer el aprendizaje.

La sinergia del desarrollo y su objetivo último de producir paz y felicidad, hace necesaria la transmisión de conocimientos más efectivos y aplicables a la cotidianidad. Mucho de la rebeldía de algunos menores, es la respuesta al acorralamiento frente a su curiosidad natural, que les lleva a experimentar para conocer, frente a adultos que mantienen atávicos mecanismos de defensa como la falta de amor, comprensión y compasión, con quienes sólo exigen lo que les corresponde: formación para la vida. Siento que el proceso formativo tradicional, desvió el camino al dar mayor importancia a la formalidad, olvidando que la formación integral no es para las aulas, sino para una vida que se desarrollará fuera de estas. La educación positiva, representada en el diálogo respetuoso pero afable de doble vía, la libertad de inquirir y recibir oportuna respuesta sin ningún temor, como orientación fundamental para vidas felices.

La educación positiva podría hacer la diferencia entre quienes logran la felicidad -que son los menos- y quienes nunca llegan a alcanzarla plenamente, de los cuales, a nuestro pesar, está lleno este mundo.

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Mirando hacia atrás en el tiempo y habiendo desarrollado una familia de cinco hijos, quienes tienen hogares felices, siento que paulatinamente se nos fue quedando una forma de vida que cambió bastante nuestro mundo, pero no nuestra vocación para ser felices.

Criar los hijos no era tan difícil, porque se alimentaban del seno materno, visitaban el médico una vez al año, jugaban descalzos en el patio o la calle, podían comer dulces o helados, no conocían antialérgicos, pero eran muy sanos.

No viajaban a Disneyworld, pero disfrutaban entusiasmados los paseos a la playa, la retreta, las películas vespertinas o los paseos campestres los fines de semana; y para dormir no requerían ninguna medicina, más allá de una limonada caliente antes de pedir la bendición, cuando dormían como lirones.

No conocían juguetes eléctricos, ni robots, ni nintendo; confeccionaban sus propios juguetes con carretes de hilo y latas de sardina, porque eran creativos, sencillos, conformes, respetuosos y… amorosos. Disfrutaban su niñez porque no asistían a la escuela sino hasta los siete años, lo cual les daba espacio para descansar, jugar y colaborar con las tareas domésticas, creciendo en el amor y solidaridad familiar. Tampoco se usaban filtros para el agua y el mentol era el remedio para los golpes, pero generalmente eran bien sanos.

Si no estaban en la casa, se suponía que compartían con los vecinos, los amigos o en la escuela, pero no en nada peligroso. No los amarraban a los asientos de los autos ni se temía por depredadores sexuales; pero no recuerdo ningún caso o deceso infantil por esos males.

Ninguno necesitaba psicólogo, porque no conocían  “traumas”, “espacio propio” o “especial intimidad”, porque vivían la familia integralmente. Para su disciplina bastaba la psicología doméstica” de la nalgadita a tiempo, tan eficiente para evitar malos hijos y… delincuentes.

¿Qué sucedió y porqué cambiamos?

No lo sé con exactitud, quizás de todo un poco; se trata de un nuevo tiempo preñado de cambios, que nos reta y debemos enfrentarlo serenamente. Seguimos siendo los mismos sobre la misma tierra, donde todo tiempo es apto para la vida buena.

¿Cuál es la moraleja y qué debemos considerar como enseñanza?

Que sin lamentaciones inútiles, evocaciones tristes o detenernos para que el desarrollo nos atropelle, conviene de vez en cuando mirar atrás, para sinceramente, evaluar el pasado, apreciar el presente y por esas experiencias, planificar el futuro en función de una felicidad que siempre es posible lograr.

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foto-usuario-113616-5082573508Nunca he podido entender que algo sublime como el amor -en el caso de Dios el máximo- de alguna manera pueda materializarse o manifestarse con el castigo. Quizás porque estoy convencido de haber entendido perfectamente el mensaje de Jesús, hijo predilecto de Dios sobre esta tierra, en cuanto a que “Dios es amor.” De tal suerte, que tampoco comprendo como algunos religiosos presenten a Dios como un padre irascible, terrible y vengador, que sólo está pendiente de ver los errores de sus hijos para caerles encima y zás… castigarlos, olvidándose de su esencia divina, que es “amor”.

¿Cómo puede conciliarse el amor con el castigo? ¿Cómo se entiende que un Dios que es todo amor y sabiduría, pero que además nos diseñó un camino de vida desde antes de nacer, esté presto a castigarnos por actos que él sabía con antelación que podíamos realizar, y que por su poder infinito pudo evitar? En verdad, no lo entiendo.

Pienso que es por amor a Dios y no por temor a Dios que debemos actuar en función de nuestro beneficio y el de nuestros semejantes. No se me ocurriría, bajo ninguna circunstancia, decir a alguien que por temor a Dios debe actuar bien, sino que debe hacerlo por su amor a Dios. No puedo olvidar las noches de desvelo que pasé cuando niño por culpa de religiosos, que no obstante mi corta edad, me atemorizaban con el horrible castigo de Dios porque yo había cometido tal o cual tontería, propia de un pequeño inocente, lleno de curiosidad y deseos de conocer cosas nuevas.

Hoy, gracias a mi conocimiento del pensamiento de Jesús, cuyo mensaje trascendental que escindió la historia en dos, fue precisamente “EL AMOR”, cambié el temor a Dios por el amor a Dios. Eso me da una gran tranquilidad y paz espiritual, porque sé y no tengo duda, que Él no existe para acecharme y estar pendiente de mis errores y desaciertos para castigarme, sino para orientarme, para ayudarme, para darme lucidez en la toma de mis decisiones, para amarme hoy y… siempre.

Ojalá los maestros, religiosos y adultos en general, dejaran de estar asustando a los niños con Dios, diciéndole frases como “Si haces tal o cual cosa Dios te castigará”, “El castigo de Dios es horrible”, “Te irás al Infierno” o sandeces de ese tipo, que sólo logran aterrorizar a quienes se trajo a este mundo para ser amados, protegidos y bendecidos, creándoles y fortaleciéndoles el amor a Dios, a ese padre bueno que está ahí, dentro de cada uno de nosotros, y por tal sentimiento –el de amar y no por el temor- debería ser por lo cual actuásemos con amor, ternura, dulzura y consecuencia con nuestros hermanos humanos, seguros de que no hay error por grande que fuere, que Dios no perdone o implique que deje de amarnos.

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childrens-williams.jpg  Para nuestra ventura, todos llevamos un niño dentro que nace, vive y muere con nosotros, permitiéndonos aún en las peores circunstancias, presentir que algo desconocido vendrá,  que se traduce en… esperanza.

Ese niño personal, en el transcurso de nuestra existencia se refugia en su casita de sueños, que laboriosamente se construye pero nunca termina, en el árbol siempre en crecimiento de nuestra espiritualidad.

Es que a los niños  les atemoriza la vida de los adultos que lo confunden  todo;  frente a esa fatal realidad, para cubrir futuras eventualidades, se crea un refugio donde guarecerse cuando la actuación adulta se haga insoportable.

Parece lógico que cualquier niño se sienta perturbado y  confundido en grado máximo con actuación para él tan rara como la de los adultos.

 ¿Cómo podría alguien explicarle que tiene algo de agradable levantarse -o ser obligado a hacerlo como un zombi- a las seis de la mañana en vez de a las nueve, o que en lugar de desayunar cómodamente sentado en su casa, alguien salga corriendo comiendo un sándwich, sólo para ir a trabajar?

¿Cómo hacer entender a un niño que para su madre, que representa el único amor y protección que su cerebro puede procesar, sea más importante ganar un salario que atender su más tierna formación; o que para su padre sea preferible una partida de golf con su jefe, que un paseo sabatino con él en el parque que tanto le gusta y donde tiene tantas cosas que conocer?

No obstante que su mente no se ha desarrollado totalmente, los niños perciben cuando los padres discuten, se agreden o actúan de forma desconsiderada, sembrándoles desasosiego y… terror.

Los  niños no comprenden cómo es que siendo tan agradable jugar, brincar, correr, pasear,  siempre haya un adulto que dice no hagas eso. Tampoco pueden entender que siendo tan agradable comer dulces, galletas, helados, tortas   y refrescos, tengan que desayunar todos los días,  saludables pero  horribles cereales, avena y leche.

¿A quién se le ocurre que no sea agradable  frecuentar los amiguitos vecinos, lanzar la pelota al patio ajeno, tirar de la cola del perro, guindar una campanilla del cuello del gato, o liarse en una pelea en la parte trasera del automóvil?

Esas incongruencias para la mente de un niño -y muchos adultos como yo- fue lo que nos motivó a construir un refugio para proteger nuestro  niño, de esa inevitable condición de adulto.

Ese niño me  recuerda que toda actividad en esta vida, aunque los adultos se empeñen en demostrar lo contrario, siempre tiene algo bueno para jugar, reír, pasear, comer, beber o… disfrutar de cualquier manera; incluidos por supuesto los senos de la mamá y los trenecitos eléctricos.

¿No deberíamos atender más a menudo ese niño, que saca su periscopio para husmear el mundo, y recordar que sus aprenhensiones son las mismas de nuestros hijos?

Si lo hiciéramos, quizás seríamos  más pacientes, comprensivos, complacientes y… les entenderíamos mejor.

Próxima Entrega:  LOS DECRETOS.

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