La nostalgia es uno de los sentimientos más comunes en los seres humanos, en la mayoría de los casos convirtiéndose en algo cuasi patológico, ya que al recordar eventos pasados, sublimizan eventos y situaciones preteridas, que acumulan tristeza a los males del día, que termina aumentando ese estrés cotidiano, que en muchos casos suele ser fuente de desequilibrios físicos y espirituales.
A mi manera de ver el asunto, el gran mal de la nostalgia es que distorsiona la realidad, ya que, en nuestra inmensa vulnerabilidad espiritual, al no entender que cada día –aún el más aciago- es un regalo inestimable de Dios, tienden a caer en la trampa de aquel viejo pero apotegma de que “Todo tiempo pasado fue mejor”. Mayor equivocación, imposible.
La nostalgia no es más que la distorsión del recuerdo, en la medida de nuestra situación actual que, como quiera que siempre ambicionamos más felicidad, al no entender la que tenemos a la mano –que sí es real- para compensarnos, recurrimos a la idealización del pasado.
Este sentimiento tan común, ha hecho mucho daño sicológico a personas ilusionistas, especialmente aquellas que viven en unión de nueva pareja, luego de haber fracasado en una relación anterior; porque la comparación de eventos y situaciones pasadas, distorsionadas por el tiempo y el sentimiento de sublimación, hacen desventajosa su vida actual, que es real y conlleva los normales pero solucionables problemas en común, que son parte de la vida en pareja.
Asimismo, para la persona que vive sola, la nostalgia puede convertirse en su peor enemigo, porque para enfrentar la vida solo con felicidad, se requiere una condición especial, que aunque es inherente a nuestra interioridad y siempre nos acompaña, no todo el mundo sabe utilizarla: el buen estado de ánimo, que nos permite darle color y sabor a cada acto de nuestra cotidianidad.
En mi caso, no recuerdo el pasado porque amo la vida, precisamente esta que vivo todos los días con sus altos y sus bajos, sin preocuparme de un futuro que no sé si llegará para mí, pero menos aun de un pasado que no volverá; quizás porque siempre he considerado el pasado como un muerto, por lo cual no dejo de recordar a Jesús de Nazaret, cuando en una oportunidad recomendó a uno de sus discípulos: “…deja que los muertos entierren a sus muertos… mi padre es un Dios de vida, no de muerte.”
Verdad