Quienes hemos vivido largos años recibiendo de Dios tantas bendiciones, representadas en el amor, la salud, la paz, la armonía, la seguridad de que no estamos espiritualmente solos en este mundo y la oportunidad de compartir con nuestros hermanos lo mejor de nuestras capacidades, conocemos que el cielo, sobre el cual tanto se ha especulado, especialmente las religiones, no está en ningún otro sitio que no sea dentro de nosotros mismos, en este mismo mundo que Dios nos dio por hogar.
Pero… ¿Cómo es ese Cielo y qué hacemos para acceder a el?
Creo que cada uno de nosotros tiene su especial manera de idearlo, conforme a la personal forma de ver la vida y las cosas. Será de acuerdo a lo que estime que es su concepto de plenitud, lo que definirá su «cielo», que por cierto, es bien particular.
En mi caso, descubrí que mi cielo, el único que acepto, tiene muchas rendijas por las cuales puedo accederlo, pero una de las más expeditas son los ojos de mis nietos.
Cuando me hablan con curiosidad, ingenuidad e inocencia de las cosas más nimias, con esa emoción atropellada e inocultable de quienes poco entienden pero mucho quieren conocer.
Cuando me abrazan de forma tan espontánea, contagiándome ese entusiasmo que una sociedad adulta y desconfiada casi me había robado del recuerdo.
Cuando ensucian de helado mi camisa nueva, sin más preocupación que el desperdicio de su merienda, cual es lo único que tiene importancia porque, para su felicidad, desconocen los convencionalismos sociales.
Cuando me miran con esos ojos, como dos lagos de color indefinido pero llenos de ternura, siento que es una rendija por donde puedo escapar a mi cielo.
Por ellos ingreso a ese otro mundo, que de su mano sabe a caramelo, huele a flores y se inunda con sonido de campanas.
Donde no hay que bajar la voz, ni reír a medias, ni decir lo que no se siente, porque no hay adultos para imponer reglas que combaten… la felicidad.
Donde puedes soñar con los ojos abiertos, porque no tienes que imaginar sino vivir tus sueños.
Donde puedes pasear con Pinocho sin preocuparte de su nariz, porque es parte de tu propia ilusión.
Donde puedes hablar con Alicia y sentirte de… maravilla en su país de… chocolate, sin la severidad de quienes hace mucho enterraron… su propio niño.
Donde puedes romperle ventanas a las nubes y hacer pompas de jabón con el viento, montados en el lomo del dragón de tu propia utopía.
Donde puedes mojarte bajo la lluvia y jugar con las ranitas en la mitad de la calle, sin la torva mirada de quienes han perdido la capacidad de sentir en la piel y en el alma… la naturaleza.
Donde puedes hablar con las mariposas, reír con las flores y dialogar con las fuentes, sin que te tilden de loco, cual es la solución de los adultos a lo que no entienden.
Sin embargo, cuando un pellizco, una carcajada o su llanto me regresan a este mundo real, tengo la sensación de que en verdad todo fue un sueño. Mi sueño de segundos, que es como decir… mi cielo.
Y ya no tengo más duda de que el cielo, mi cielo, me acompañará donde quiera que yo vaya. Siempre va a estar ahí, conmigo. Sólo tengo que idearlo, sentirlo, vivirlo, porque es una parte de mí mismo. Nadie puede diseñármelo, regalármelo o… quitármelo jamás.
Como la mayoría de las circunstancias de mi vida, se encuentra bajo mi control. Es mi decisión ingresar a mi cielo, cuantas veces quiera; tengo la posibilidad permanente de vivirlo o no. Mi libre albedrío, que unido a mi estado de ánimo, me dan la posibilidad de diseñar mi mundo.
Claro está, cuando se trata de mi cielo, nada más expedito que la mirada siempre alegre, desprejuiciada e inocente de esa rendija mágica que son… los ojos de mis nietos.
Deja una respuesta