
Como todos los padres, tuve un Padre que, luego que regresó a su hogar original, en cualquiera de las noches claras cuando observo el firmamento, se que detrás de una oreja de la luna y en forma de estrella, me guiña un ojo diciéndome… “Que Dios te bendiga hijo.” En mi caso, y respecto de mi descendencia, he sido bendecido por Dios, porque a mis setenta y siete años soy padre de cinco hijos, quienes a su vez tienen trece hijos e inclusive, ya me dieron un bisnieto. Ser un padre para mi ha sido una bellísima aventura, porque tanto mis hijos como sus hijos permanentemente me manifiestan amor y yo los amo… mucho; quizás porque siempre -desde muy nños- he respetado su libre albedrío; tengo buen humor, no soy anecdótico, no aconsejo sino que emito criterio, ni pongo cara de intelectual cuando hablo con ellos, he logrado generar su confianza, por lo cual extrañamente, soy para algunos de ellos su confidente y a veces… su cómplice.
Aunque todos viven muy bien, no me importa para nada su posición económica, si son poderosos, muy inteligentes o famosos; porque les enseñé y ellos aprendieron, que lo más importante es la felicidad, que no la genera ninguno de los factores enumerados, sino que es producto de cómo nos sentimos en lo interior. Así como que, respecto de su formación académica, solo les enseñé que prefería a que no estudiaran para ser genios, sino que fueran geniales. Quizás por eso cada uno ha desarrollado libremente su personalidad, siendo diferentes pero… felices. Creo que el papel de los padres, más allá de suministrar apropiada y diligentemente sus necesidades vitales e independiente de la edad de sus hijos, es tratar en todo momento de comprenderlos y orientarlos, respetando siempre su individualidad y tomando muy en consideración el tiempo y el espacio en que crecen; que al menos en estos tiempos, es bien diferente al nuestro, y que razonablemente como consecuencia, también son diferente algunos de sus valores. Por tanto, no son ellos quienes tienen el deber de entendernos, sino nosotros quienes estamos obligados a comprenderlos a ellos; porque, en primer lugar no les pedimos permiso para traerlos al mundo y en segundo lugar, porque hemos vivido muchos años y hemos experimentado situaciones que ellos no conocen y que pudiera ser que nunca lleguen a conocer, pero que de alguna forma el conocer algunas de ellas, pudiera en algo beneficiarlos en la actualidad o en el futuro.
Como quiera que la mayoría de mis hijos viven en otros Países, los visitamos por lo menos dos veces al año y en esa temporada, que no excede más allá de quince días o un mes con cada uno y sus familias, renovamos nuestros lazos de amor y solidaridad familiar, que venturosamente, siempre ha sido muy agradable, porque seguimos compartiendo los mismos valores y principios fundamentales sobre la vida y las cosas. En esas oportunidades, cuando platico con alguno de mis nietos, independiente de su género, lo primero que hago es apagar el celular o hacer a un lado mi lap top –porque odio que estos instrumentos técnicos de hoy en muchos casos hayan sustituido el calor de la voz natural, el estrechar la mano o el abrazo fraterno- y trato de utilizar el milagroso lenguaje del amor, que es mágico y especial para compartir, para situarme mentalmente en su tiempo y un poco recordando mi curiosidad cuando tuve su edad, cual es la única manera de ubicarme a su nivel. De ellos he aprendido que debo mantener mi niño vivo, para poder caminar y departir en su mundo, sin sentirme muy viejo, demasiado anticuado, ni demasiado… extraño.
Más allá de cualquier convicción religiosa, no dudo que si luego de partir de este mundo, volviera a estar por estos lares, como estoy seguro que sería yo quien decidiría mi meta, igual como lo he hecho en esta oportunidad, sin pensarlo dos veces volvería a ser esposo y padre. En el primer caso, porque no me canso de agradecer a Dios que me haya obsequiado la mejor compañera de viaje largo, que durante nuestros cuarenta y ocho años de matrimonio ha sido mi amada Nancy; y en el segundo caso, porque como lo he dicho antes, el ser padre para mí ha sido simplemente UNA HERMOSA AVENTURA que disfruto y disfrutaré intensamente, cada día de mi vida.
Por cierto, quiero aclarar que no estoy en contra del desarrollo tecnológico, porque yo me beneficio de él, ya que gracias a los nuevos dispositivos, es que puedo oír y ver todos los días y cada vez que lo desee a estos mis hijos que no están físicamente a mi lado. Pero si debo advertir que, en muchos casos, hombres y mujeres, padres o no, descuidan la atención personal constante u ocasional a sus seres queridos, dándole poca importancia a sus llamados o necesidades inmediatas de comunicación, por atender los benditos celulares, ya sea para recibir llamadas o contestarlas; cuales nunca tendrán la importancia que tiene la atención a un hijo o un cónyuge, o la intimidad de la atención inmediata que nunca podrán ser sustituidas por un elemento mecánico, por muy adelantado que lo fuere.
Finalmente, debo recordar a los padres que desde que nacen hasta que mueren nuestros hijos deberían ser nuestra prioridad, ya que independiente de su edad, ellos siempre esperan de nosotros esa mano amiga o esa palabra orientadora de quien, como lo he escrito antes, los trajo al mundo sin su permiso, pero con el compromiso de solidaridad, respeto y consideración… por siempre.





¿Qué son el tiempo y el espacio más que meras operaciones mentales? Como consecuencia, únicamente pueden incidir en nuestra existencia en la misma medida y como nosotros íntimamente los aceptemos. Siento que los sentimientos más hermosos de nuestra intelectualidad, como el amor y la amistad, trascienden el tiempo y el espacio. El primero, como el más acabado y profundo sentimiento que puede experimentar un ser humano normal, no puede ser afectado por ninguno de estos factores. Uno ama con intensidad por hoy, mañana y… siempre; pero también lo hace en cualquier espacio en que se encuentre, precisamente porque este sentimiento, cuando es verdadero, permanece o sobrepasa en el tiempo en cualquier circunstancia de nuestra vida. En cuanto al espacio donde se experimenta no existe ningún anclaje especial, porque amamos aquí, allá y… más allá. El otro, la amistad, es simplemente un evento extraordinario que marca nuestra vida por siempre. La amistad, que en muchas ocasiones es el preludio del amor íntimo entre dos personas, es un fenómeno humano extraordinario, casi… milagroso. De alguna manera, cuando lo consideramos trascendente, podemos decir que se convierte en la única familia que nosotros escogemos; porque la consanguínea nos llega por la sangre, es decir… obligatoriamente. Nuestros padres, hermanos y/o cualquier otro familiar consanguíneo, deviene de lo genético que nos llega sin solicitarlo; simplemente es un hecho natural que lo normal sería que nos produjera un sentimiento de amor y solidaridad. Pero, la amistad es una escogencia absolutamente volitiva; no nos llega por nuestra naturaleza originaria o nuestra condición gregaria que nos orienta a vivir en grupos para prosperar, sino que es una escogencia que hacemos de algunos de nuestros congéneres, a los cuales amarramos a nuestra alma con ese sentimiento puro que no tiene otro intereses que no sean el compartir, ayuda mutua, solidaridad, como parte de nuestro sentir, y algunas veces hasta de nuestra vida. Con los amigos perdemos uno de los mecanismos originarios de defensa para sobrevivir físicamente, como es el egoísmo. El sentimiento de cercanía, de comunidad de sentimientos en esta relación, al menos cundo es sincera, siempre que la otra persona comparta nuestra filosofía personal sobre la vida y las cosas, se hace similar al amor conyugal: siempre va in crescendo y llega a hacerse tan fuerte que el tiempo, el espacio y la distancia no afectan su solidez sentimental y afectiva.


