El título de esta entrega corresponde a una inquietud que me manifestaron, por encontrar una vía que ayude a incorporar a otras personas al maravilloso mundo de vivir la vida en, con y por Dios.
Pienso que nuestro Padre Celestial, que es todo amor, tiene sus propios caminos en todo, pero que es legítimo, bien intencionado y cristiano, tratar en lo posible de ayudar a encontrar el camino a esas personas que, habiendo recibido de Dios el incomparable tesoro de vivir, escasamente sobreviven por su falta de fe, confianza, optimismo y esperanza, cuales sólo da el amor inmenso y la seguridad en la bondad de Dios.
Ciertamente, para que un niño camine, una planta se desarrolle o una idea se concrete, requiere de un tiempo en función de factores, unos fijos y otros variables, conforme a la naturaleza del asunto.
Respecto de esas personas que pareciera que no quieren nada con la vida, porque la sobrellevan como una dura carga obligatoria, en su gran mayoría, y aunque les sea duro aceptarlo, responden a una fijación mental de un enemigo implacable, creado por su propia mente y difícil de vencer: el temor a las secuelas del pasado, lo conocido, lo desconocido y lo que… pudiera suceder.
Ese temor, la mayoría de las veces irracional, es producto precisamente de que no tienen una real conciencia de su procedencia, lo que representan y su potencial personal, frente al universo donde les toca vivir.
Así, al no disponer del conocimiento de su origen divino, también desconocen el poder que les es inherente como parte de Dios, que ha permitido a los humanos a través de los siglos y milenios, sobrevivir colectivamente todas las catástrofes; desarrollarse culturalmente transformando el paisaje geográfico; realizar los mayores descubrimientos para vencer las enfermedades y los elementos nocivos de la naturaleza; e individualmente, crear prodigios en las artes y las ciencias, logrando con el desarrollo de sus potencialidades, la felicidad integral.
Por tanto, lo mejor que podemos hacer por esas personas, es acercarnos a ellas con respeto, consideración y amor; no como a enfermos a quienes vamos a curar, sino como a hermanos con quienes queremos compartir, demostrándoles con nuestra actuación feliz, entusiasta y desinteresada, que la logramos y disfrutamos porque hacemos un todo con Dios.
Es con nuestra actuación diaria de amor, aceptación, respeto, colaboración, sensibilidad y solidaridad humana, la mejor manera de señalar el camino. Es nuestro ejemplo, en ese cotidiano mundo de las cosas sencillas, honrando a las personas y engrandeciéndolas sin importar su edad, ideología, género o clase social, donde podemos demostrar nuestra felicidad, que al materializarse en actos objetivos beneficiosos para los demás, no dejará ninguna duda que estamos y nos sentimos como una parte de Dios.
Pienso que la herramienta más efectiva para adentrarse en el conocimiento de los beneficios de compartir nuestra vida con Dios, lo es en ese mundo de quietud y paz que representa la meditación, que se produce en nuestro ser interno; donde sólo hay espacio para dos: Dios y nosotros.
Si somos felices con Dios, tratar de que otros también lo disfruten, más que un acto gracioso es… un compromiso, y así debemos asumirlo.
Como terapeuta y mujer pienso que la infidelidad rompe con el sentido de compromiso de pareja, la confianza, y derrumba la autoestima del engañado. Abre una de las heridas emocionales más profundas que he visto y una de las más difíciles de sanar. Aún reconociendo cuánta participación se tuvo en la situación que provocara la infidelidad (si es que la hubo) es difícil recobrar el compromiso, la lealtad y confianza que alguna vez existió.